El Farolero
lunes, 16 de junio de 2008
EL FAROLERO
"El Regional” – martes día 2 de marzo de 1954
¿Os acordáis del farolero? Sabéis que todas las tardes se le veía, calle adelante, con su escalera al hombro, y en las manos su alcuza y un trapo blanco, preparando los faroles que su demarcación para el alumbrado de la noche; faroles que si no tenían la virtud de encenderse solos, tenían la de apagarse cuando habían consumido la cuerda. Llegando al lugar donde el farol estaba enclavado, generalmente las esquinas, el celoso empleado apoyaba la escalera en la pared, subía por ella, abría el farol, sacaba el depósito, recortaba la torcida, limpiaba el tubo, echaba en aquel, de la alcuza el petróleo que había de consumir, y con una cerilla quedaba terminada la operación. Este hombre era el mismo que horas después, convertido en sereno vigilante y empuñando su chuzo en cuyo extremo pendía una farola a modo de pilón de romana, nos hacía arroparnos la cabeza en la cama muertos de miedo cuando lanzaba de hora en hora y con plañido de alma en pena su cavernoso pregón, mezcla de Invocación Mariana, golpe de golf y parte meteorológico.
Pero un día oímos decir que iban a quitar aquellas luces y a poner en su lugar otras que no solo se apagaban solas, sino que también se encendían ¡Cosa más rara...! Contaba la gente que allá por las Américas, cierto desocupado se entretenía en hacer unas pompas con una especie de jabón duro (porque lo había también blando, item más O doce H veintidós, U once morena) que en vez de estallar y deshacerse, tenían la virtud de remontar el vuelo y extenderse por toda la redondez de la tierra. Y tanto se insistía en ello, que los muchachos estábamos verdaderamente intrigados con la tal novedad. Y efectivamente, así fue porque llegada la hora en el reloj de los tiempos, según Pero Grullo, lo es todo. Un día quitaron en los faroles el depósito de petróleo, pusieron en su lugar una de aquellas pompitas conteniendo unos hilos retorcidos y las unieron a otros hilos más gordos que venían no se sabía de donde. Y ya está.
Los muchachos no cabíamos en sí de gozo, y a partir de la inauguración, todas las tardes, una hora antes del fiat lux, nos sentábamos cerca del farol. Apedreándole el cristal con los ojos que manteníamos abiertos como puños. Porque aquello era para nosotros como otras muchas cosas que aunque veamos que son verdad, nos siguen pareciendo mentira. Y cuando la pompita empezaba a iluminarse con una luz rojiza que iba aumentando con gran lentitud, estallábamos todos a coro en un ¡ya, ya, ya! Atronador que hacía asomarse asustadas a las puertas a todas las mujeres de la vecindad, no menos sorprendidas que nosotros.
Y ya no vimos más al farolero.
Estas que ya os apunté y algunas más que os seguiré apuntando son las estampas viejas de nuestra amada ciudad que solo tienen ya palpitación y esencia en nosotros, y que inexorablemente va desplazando de nuestro lado el caminar de la vida, como el de la muerte nos desplazará también a los que aun quedamos para contarlas y conservarlas.
Y en nuestro deseo de que sigan siendo, las extraemos de las profundidades del recuerdo donde yacen amontonadas junto a tantas otras que, porque no han de ver más la luz, solo esperan nuestra muerte para desaparecer.
Y llegado a este punto y embargando por tan graves consideraciones, siento ante el temor del olvido, como sentiréis vosotros, un encendido deseo de prolongar mi vida cuanto ello me sea posible. ¡Quién volviera a ser niño! ¿verdad? ¿No os habéis dicho esto alguna vez? Yo también suelo decírmelo. ¡Es tan triste esto del ser cuando lo enfrentamos con el no ser. Hablo de lo temporal, claro es. Y resulta tanto más triste saber que se es, cuanto es más clara nuestra conciencia de que se ha de dejar de ser. Todo un lío, ¿verdad? Si, yo también me lo digo en algunos momentos. ¡Quien volviera a ser niño!
Pero después, y con ciertos humillos de filósofo, que también los tengo, suelo preguntarme: Bueno, ¿y para qué? Vivir más, vivir menos, ¿no es todo lo mismo ante ese gran fantasma del tiempo arrollador?
Deseamos prolongar la vida, pero ¿con que fin? ¿Para vivir en plan de actividad, o en plan de asueto? ¿Para vivir, o para hacer vivir? ¿Para aumentar vida, o para aumentar fruto? ¿Para vivir más, o para mejorar más? ¿Para acumular días en vano, o par afirmarse bien las espuelas en previsión del gran viaje? ¿Para almacenar vida estéril o para diluirse más y más? ¿Para dormir, o para vigilar? ¿Para arder, o para alumbrar? ¿Para lucir, o para reflejar...? si, que es un lío. Porque al llegar a la vejez y mirar para atrás, yo entiendo que el que no deje sementera en brote y espigas en surco, por muchos años que se apunte, a fe que no ha vivido gran cosa. ¿No os parece?
No. Desear volver a ser niño, no. Querer empezar otra vez, no.
Lo vivido, vivido está. Ahora bien: desear ser como niños, ya es otra cosa. Esforzarse por largar el poco o mucho lastre que recogimos en el más o menos turbio navegar de la vida, si. Ello es un deber, y también una necesidad. Ya sabéis el dicho: “El que vosotros no se presente puro un día ante mi Padre Celestial, como estos pequeñuelo, no entrará...etc. etc...”
Y en esto si que podemos aprovechar – el que tenga por qué, claro-, los últimos resplandores de la tarde, que os la deseo de verano: larga y tibia.
Vicente Neria.
SEMBRANDO INQUIETUDES.A.C.P. PEDRO DE TREJO.
¿Os acordáis del farolero? Sabéis que todas las tardes se le veía, calle adelante, con su escalera al hombro, y en las manos su alcuza y un trapo blanco, preparando los faroles que su demarcación para el alumbrado de la noche; faroles que si no tenían la virtud de encenderse solos, tenían la de apagarse cuando habían consumido la cuerda. Llegando al lugar donde el farol estaba enclavado, generalmente las esquinas, el celoso empleado apoyaba la escalera en la pared, subía por ella, abría el farol, sacaba el depósito, recortaba la torcida, limpiaba el tubo, echaba en aquel, de la alcuza el petróleo que había de consumir, y con una cerilla quedaba terminada la operación. Este hombre era el mismo que horas después, convertido en sereno vigilante y empuñando su chuzo en cuyo extremo pendía una farola a modo de pilón de romana, nos hacía arroparnos la cabeza en la cama muertos de miedo cuando lanzaba de hora en hora y con plañido de alma en pena su cavernoso pregón, mezcla de Invocación Mariana, golpe de golf y parte meteorológico.
Pero un día oímos decir que iban a quitar aquellas luces y a poner en su lugar otras que no solo se apagaban solas, sino que también se encendían ¡Cosa más rara...! Contaba la gente que allá por las Américas, cierto desocupado se entretenía en hacer unas pompas con una especie de jabón duro (porque lo había también blando, item más O doce H veintidós, U once morena) que en vez de estallar y deshacerse, tenían la virtud de remontar el vuelo y extenderse por toda la redondez de la tierra. Y tanto se insistía en ello, que los muchachos estábamos verdaderamente intrigados con la tal novedad. Y efectivamente, así fue porque llegada la hora en el reloj de los tiempos, según Pero Grullo, lo es todo. Un día quitaron en los faroles el depósito de petróleo, pusieron en su lugar una de aquellas pompitas conteniendo unos hilos retorcidos y las unieron a otros hilos más gordos que venían no se sabía de donde. Y ya está.
Los muchachos no cabíamos en sí de gozo, y a partir de la inauguración, todas las tardes, una hora antes del fiat lux, nos sentábamos cerca del farol. Apedreándole el cristal con los ojos que manteníamos abiertos como puños. Porque aquello era para nosotros como otras muchas cosas que aunque veamos que son verdad, nos siguen pareciendo mentira. Y cuando la pompita empezaba a iluminarse con una luz rojiza que iba aumentando con gran lentitud, estallábamos todos a coro en un ¡ya, ya, ya! Atronador que hacía asomarse asustadas a las puertas a todas las mujeres de la vecindad, no menos sorprendidas que nosotros.
Y ya no vimos más al farolero.
Estas que ya os apunté y algunas más que os seguiré apuntando son las estampas viejas de nuestra amada ciudad que solo tienen ya palpitación y esencia en nosotros, y que inexorablemente va desplazando de nuestro lado el caminar de la vida, como el de la muerte nos desplazará también a los que aun quedamos para contarlas y conservarlas.
Y en nuestro deseo de que sigan siendo, las extraemos de las profundidades del recuerdo donde yacen amontonadas junto a tantas otras que, porque no han de ver más la luz, solo esperan nuestra muerte para desaparecer.
Y llegado a este punto y embargando por tan graves consideraciones, siento ante el temor del olvido, como sentiréis vosotros, un encendido deseo de prolongar mi vida cuanto ello me sea posible. ¡Quién volviera a ser niño! ¿verdad? ¿No os habéis dicho esto alguna vez? Yo también suelo decírmelo. ¡Es tan triste esto del ser cuando lo enfrentamos con el no ser. Hablo de lo temporal, claro es. Y resulta tanto más triste saber que se es, cuanto es más clara nuestra conciencia de que se ha de dejar de ser. Todo un lío, ¿verdad? Si, yo también me lo digo en algunos momentos. ¡Quien volviera a ser niño!
Pero después, y con ciertos humillos de filósofo, que también los tengo, suelo preguntarme: Bueno, ¿y para qué? Vivir más, vivir menos, ¿no es todo lo mismo ante ese gran fantasma del tiempo arrollador?
Deseamos prolongar la vida, pero ¿con que fin? ¿Para vivir en plan de actividad, o en plan de asueto? ¿Para vivir, o para hacer vivir? ¿Para aumentar vida, o para aumentar fruto? ¿Para vivir más, o para mejorar más? ¿Para acumular días en vano, o par afirmarse bien las espuelas en previsión del gran viaje? ¿Para almacenar vida estéril o para diluirse más y más? ¿Para dormir, o para vigilar? ¿Para arder, o para alumbrar? ¿Para lucir, o para reflejar...? si, que es un lío. Porque al llegar a la vejez y mirar para atrás, yo entiendo que el que no deje sementera en brote y espigas en surco, por muchos años que se apunte, a fe que no ha vivido gran cosa. ¿No os parece?
No. Desear volver a ser niño, no. Querer empezar otra vez, no.
Lo vivido, vivido está. Ahora bien: desear ser como niños, ya es otra cosa. Esforzarse por largar el poco o mucho lastre que recogimos en el más o menos turbio navegar de la vida, si. Ello es un deber, y también una necesidad. Ya sabéis el dicho: “El que vosotros no se presente puro un día ante mi Padre Celestial, como estos pequeñuelo, no entrará...etc. etc...”
Y en esto si que podemos aprovechar – el que tenga por qué, claro-, los últimos resplandores de la tarde, que os la deseo de verano: larga y tibia.
Vicente Neria.
SEMBRANDO INQUIETUDES.A.C.P. PEDRO DE TREJO.
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