Don Juan Pedro Zarranz y Pueyo
sábado, 26 de julio de 2008
DON JUAN PEDRO ZARRANZ Y PUEYO
EL OBISPO DESCONOCIDO
En 1973 murió el Obispo don Juan Pedro Zarranz y Pueyo, después de cinco lustos bien cumplidos al frente de la vida religiosa diocesana.
Si a los obispos, a la manera como se hacía con los reyes, hubiera que añadirles un sobrenombre para catalogarles, a don Juan Pedro yo le llamaría “el Desconocido”.
Se murio sin que los diocesanos, a pesar de los 27 años de su gobierno, conocieran los valores humanos y las virtudes sacerdotales que le adornaban; sin gustar del encanto de su trato amistoso, de su conversación correctísima, de la fina sal de sus agudezas inolvidables.
Quizás creyeron que su devoción acendrada a la Virgen María quedó satisfecha con las coronaciones resonantes en Plasencia, Bejar y Trujillo.
A lo mejor no se dieron cuenta de que todas y cada una de sus homilías terminaban con una alusión a la Señora, desahogo de su ejemplar devoción. No se comentaron como merecía sus esfuerzos por la instalación de la Adoración Nocturna en tantas parroquias del Obispado. ¡Cuántas buenas cosas de el que no se conocieron!
Llegó aquí mocetón navarro con arrolladora simpatía juvenil, con prestancia física poco común, con palabra fácil y convincente.
El día de su entrada en la capital diocesana nos dolían las manos de aplaudir y se ensanchaban los senos del alma con la gozosa expectación de las más grandes realizaciones. Yo le conocí un mes antes, en Pamplona, las vísperas de su consagración episcopal. Era insaciable su deseo de conocer cosas de Plasencia. Ya sabía muchas. Gozaba confirmándolas. Y planeaba empresas. Y nos hizo visitar ejemplares instituciones diocesanas de aquella ciudad con prisas de copiarlas aquí.
Los primeros tiempos de su estancia en Plasencia fueron pródigos en comunicaciones a todo nivel. Diálogos impresionantes. Gestos que suscitaban unánimes comentarios de aprobación y de aplauso.
Luego…circunstancias totalmente ajenas a su voluntad y a su intención, ajenas igualmente a la voluntad y a la intención de los diocesanos le hicieron recluirse en la intimidad del Palacio Episcopal. Temperamentalmente indeciso y tímido no supo defenderse. Tal vez no quiso. O estimó que todo era inútil en aquellas calendas. Tímido he dicho. Tengo de ellos pruebas abundantes. Tímido, a pesar de sus maneras a veces dictatoriales. Quizás dictatoriales como efecto de su timidez.
Desde entonces sus apariciones se redujeron a las obligatorias del cargo. En lo demás se entregó a sus deberes episcopales. Lo perdonó todo. Hasta la calumnia prolongada largos años.
De este modo, dejaron de brillar sus virtudes humanas y el ejemplo de su sacerdocio.
Fue capaz de tratar los problemas mixtos con el gran número de Gobernadores Civiles, que lo fueron en 27 años, de Cáceres, Badajoz, Salamanca y hasta hace poco, Avila (provincias en que había pueblos de su Diócesis) sin merma de los derechos de la Iglesia, sin estridencias dignas de tal nombre, manteniendo el decoro del cargo. Todos los Gobernadores le admiraron y le quisieron.
Era pasmosa su capacidad de conocimiento de personas y de cosas.
En tiempos en que pasaban de 200 los alumnos del Seminario les conocían a todos. No tan solo el nombre y los apellidos. También las respectivas condiciones personales, soñando futuros aprovechamientos para el Obispado.
Amó mucho a Plasencia. Era casi infantil su alegría cuando la Radio o la Televisión divulgaban algún acontecimiento placentino. Mis modestas investigaciones históricas tuvieron en el un buen panegirista. Era parco en alabanzas. Yo que lo sabía le agradecí mucho las que a solas me tributó. Que brotaban de su amor a la ciudad y a la Diócesis.
Con que tesón, hasta lograr el éxito, defendíó ante los Jerarcas Vaticanos a la Diócesis bien amada de la amenaza que para ella constituían algunas frases del último Concordato.
No olvidaré su resistencia al homenaje proyectado con motivo de sus Bodas de plata con el cargo. Pertenecí yo a la Comisión organizadora y ante su repetida prohibición de hacer nada conmemorativo, me vi obligado a decirle: “Perdone, pero por esta vez no le obedeceremos”. Todavía se obstinó en recortar detalles interesantes.
Se pasó muchos años los días enteros, aparte una breve salida al campo los domingos, en su despacho episcopal. Despachando de palabra y por escrito. ¡Que hermoso epistolario el que salió de sus manos!
Allí se volcó el alma de don Juan Pedro. No era tan solo el aticismo de sus líneas; era el acierto en el enfoque de los problemas y el corazón en las soluciones.
Pero no se le conoció. Se olvidaba que existía.
Luego le fuimos viendo morir. Era su envejecimiento rapidísimo comentario obligado de los que le observaban. Le vimos irse muriendo. Sin que el cediera. El pudor del cargo le impedía confesarse rendido.
La muerte salió a su encuentro en las primeras horas de la tarde del 14 de noviembre. Murió plácidamente, santamente.
No se si en vida se humilló. Puso sin menor disimulo sus mejores ilusiones en los Curas que el ordenó. Le dolieron muy hondamente las defecciones que se fueron sucediendo. Fue la gran cruz de su pontificado, No fue ello obstáculo para su amor desmedido a los sacerdotes. Les defendía siempre. Iba a decir que aun cuando no tuvieran razón.
No se si en vida se humilló. Pero si que está siendo ensalzado.
El desfile ininterrumpido de personas de toda condición por la capilla ardiente, la concurrencia incontable de asistentes al sepelio, la venida de todo el clero diocesano, la presencia de las autoridades civiles provinciales y locales, las lágrimas que observamos en rostros bien curtidos al darnos el pésame por las calles, la llegada de obispos de los sitios más dispares (Toledo, Huesca, Cáceres, Cartagena, Salamanca, Madrid, Badajoz, Avila, Palencia) resultaron una innegable exaltación. Y la piadosa, honda, exacta y correctísima homilía del Cardenal Primado.
Todos los días hay claveles frescos sobre su tumba.
Todos los días, junto al sepulcro, personas que rezan.
Descanse en paz, don Juan Pedro, el Desconocido.
Manuel López Sánchez-Mora .Canonigo Archivero
En 1973 murió el Obispo don Juan Pedro Zarranz y Pueyo, después de cinco lustos bien cumplidos al frente de la vida religiosa diocesana.
Si a los obispos, a la manera como se hacía con los reyes, hubiera que añadirles un sobrenombre para catalogarles, a don Juan Pedro yo le llamaría “el Desconocido”.
Se murio sin que los diocesanos, a pesar de los 27 años de su gobierno, conocieran los valores humanos y las virtudes sacerdotales que le adornaban; sin gustar del encanto de su trato amistoso, de su conversación correctísima, de la fina sal de sus agudezas inolvidables.
Quizás creyeron que su devoción acendrada a la Virgen María quedó satisfecha con las coronaciones resonantes en Plasencia, Bejar y Trujillo.
A lo mejor no se dieron cuenta de que todas y cada una de sus homilías terminaban con una alusión a la Señora, desahogo de su ejemplar devoción. No se comentaron como merecía sus esfuerzos por la instalación de la Adoración Nocturna en tantas parroquias del Obispado. ¡Cuántas buenas cosas de el que no se conocieron!
Llegó aquí mocetón navarro con arrolladora simpatía juvenil, con prestancia física poco común, con palabra fácil y convincente.
El día de su entrada en la capital diocesana nos dolían las manos de aplaudir y se ensanchaban los senos del alma con la gozosa expectación de las más grandes realizaciones. Yo le conocí un mes antes, en Pamplona, las vísperas de su consagración episcopal. Era insaciable su deseo de conocer cosas de Plasencia. Ya sabía muchas. Gozaba confirmándolas. Y planeaba empresas. Y nos hizo visitar ejemplares instituciones diocesanas de aquella ciudad con prisas de copiarlas aquí.
Los primeros tiempos de su estancia en Plasencia fueron pródigos en comunicaciones a todo nivel. Diálogos impresionantes. Gestos que suscitaban unánimes comentarios de aprobación y de aplauso.
Luego…circunstancias totalmente ajenas a su voluntad y a su intención, ajenas igualmente a la voluntad y a la intención de los diocesanos le hicieron recluirse en la intimidad del Palacio Episcopal. Temperamentalmente indeciso y tímido no supo defenderse. Tal vez no quiso. O estimó que todo era inútil en aquellas calendas. Tímido he dicho. Tengo de ellos pruebas abundantes. Tímido, a pesar de sus maneras a veces dictatoriales. Quizás dictatoriales como efecto de su timidez.
Desde entonces sus apariciones se redujeron a las obligatorias del cargo. En lo demás se entregó a sus deberes episcopales. Lo perdonó todo. Hasta la calumnia prolongada largos años.
De este modo, dejaron de brillar sus virtudes humanas y el ejemplo de su sacerdocio.
Fue capaz de tratar los problemas mixtos con el gran número de Gobernadores Civiles, que lo fueron en 27 años, de Cáceres, Badajoz, Salamanca y hasta hace poco, Avila (provincias en que había pueblos de su Diócesis) sin merma de los derechos de la Iglesia, sin estridencias dignas de tal nombre, manteniendo el decoro del cargo. Todos los Gobernadores le admiraron y le quisieron.
Era pasmosa su capacidad de conocimiento de personas y de cosas.
En tiempos en que pasaban de 200 los alumnos del Seminario les conocían a todos. No tan solo el nombre y los apellidos. También las respectivas condiciones personales, soñando futuros aprovechamientos para el Obispado.
Amó mucho a Plasencia. Era casi infantil su alegría cuando la Radio o la Televisión divulgaban algún acontecimiento placentino. Mis modestas investigaciones históricas tuvieron en el un buen panegirista. Era parco en alabanzas. Yo que lo sabía le agradecí mucho las que a solas me tributó. Que brotaban de su amor a la ciudad y a la Diócesis.
Con que tesón, hasta lograr el éxito, defendíó ante los Jerarcas Vaticanos a la Diócesis bien amada de la amenaza que para ella constituían algunas frases del último Concordato.
No olvidaré su resistencia al homenaje proyectado con motivo de sus Bodas de plata con el cargo. Pertenecí yo a la Comisión organizadora y ante su repetida prohibición de hacer nada conmemorativo, me vi obligado a decirle: “Perdone, pero por esta vez no le obedeceremos”. Todavía se obstinó en recortar detalles interesantes.
Se pasó muchos años los días enteros, aparte una breve salida al campo los domingos, en su despacho episcopal. Despachando de palabra y por escrito. ¡Que hermoso epistolario el que salió de sus manos!
Allí se volcó el alma de don Juan Pedro. No era tan solo el aticismo de sus líneas; era el acierto en el enfoque de los problemas y el corazón en las soluciones.
Pero no se le conoció. Se olvidaba que existía.
Luego le fuimos viendo morir. Era su envejecimiento rapidísimo comentario obligado de los que le observaban. Le vimos irse muriendo. Sin que el cediera. El pudor del cargo le impedía confesarse rendido.
La muerte salió a su encuentro en las primeras horas de la tarde del 14 de noviembre. Murió plácidamente, santamente.
No se si en vida se humilló. Puso sin menor disimulo sus mejores ilusiones en los Curas que el ordenó. Le dolieron muy hondamente las defecciones que se fueron sucediendo. Fue la gran cruz de su pontificado, No fue ello obstáculo para su amor desmedido a los sacerdotes. Les defendía siempre. Iba a decir que aun cuando no tuvieran razón.
No se si en vida se humilló. Pero si que está siendo ensalzado.
El desfile ininterrumpido de personas de toda condición por la capilla ardiente, la concurrencia incontable de asistentes al sepelio, la venida de todo el clero diocesano, la presencia de las autoridades civiles provinciales y locales, las lágrimas que observamos en rostros bien curtidos al darnos el pésame por las calles, la llegada de obispos de los sitios más dispares (Toledo, Huesca, Cáceres, Cartagena, Salamanca, Madrid, Badajoz, Avila, Palencia) resultaron una innegable exaltación. Y la piadosa, honda, exacta y correctísima homilía del Cardenal Primado.
Todos los días hay claveles frescos sobre su tumba.
Todos los días, junto al sepulcro, personas que rezan.
Descanse en paz, don Juan Pedro, el Desconocido.
Manuel López Sánchez-Mora .Canonigo Archivero
SEMBRANDO INQUIETUDES. A.C.P "PEDRO DE TREJO"
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