Eulogio González
domingo, 10 de agosto de 2008
EULOGIO GONZALEZ
UNA VIDA EJEMPLAR
Sabéis que fue en Plasencia Maestro de varias generaciones de párvulos, habiendo dejado en su labor un surco imborrable. Aunque hombre de rectas costumbres y de buen corazón, fue Maestro de mano dura, en consonancia con la época, pues todavía no se había indultado al niño del delito de nacer, que dijo el clásico, ni se había descubierto que siendo la Escuela una continuación del hogar, que es amor, el amor debe ser el eje de la enseñanza. Eran los tiempos en que se sostenía la teses brutal de que “la letra con sangre entra”, y en que los padres, mal orientados en el asunto, cuando presentaban un hijo al Maestro le decían sentenciosamente, como si entregaran una res al matadero: -Con las orejas me responde usted.
Y para obedecer cumplidamente tan cariñosas indicaciones, en las cuales no sabemos que parte tendría el corazón, D. Eulogio tenía, aparte de su correspondiente cuarto de los ratones, un punterito se encina terminado en punta, de un negro charolado, que al rebotar sobre las uñas de los pobres infantes les hacía retorcerse en horribles convulsiones y enroscarse al brazo severo, trastornados por el dolor, y cerrados sus ojitos anegados en llanto. Y cuando el puntero era sustituido por las manos, sacudía con tal fuerza en las tiernas posaderas, (era hombre de complexión robusta) que en no pocos casos se hacía necesaria la presencia de la criada y el estropajo.
Muy duro, ¿verdad? En honor de la misma, hay que confesarlo. Pero volvemos a decir que el hombre es hijo de su época. Un monarca justiciero que lega a su sucesor prole bastarda y nobleza insumisa, puede muy bien hacerle desembocar en cruel.
Primero estuvo la Escuela en el lugar que hoy es plaza de mercado, aneja a la entonces Audiencia. Había para el recreo una ancha explanada, entre paseo y jardín, donde los niños jugábamos al toro utilizando como cuernos las retorcidas hojas de unos eucaliptos que allí crecían, mientras que D. Eulogio, sentado junto a un pozo con bomba, tomaba el sol y su tabaco en polvo, pues vivíamos en las postrimerías del rape, la canoa y el polisón. Al acordarse la construcción de la plaza de abastos, la Escuela fue trasladada a la calle Pedro Isidro, y últimamente, a la Plazuela de Leal.
Don Eulogio vestía de negro, y durante las clases se cubría la cabeza con un birrete del mismo color; y para dar compás a nuestras marchas escolares, tocaba un tambor que oprimía habilidosamente sobre el dorso de una mano con los dedos anular y meñique no obstante manejar con los pulgar e índice de la misma mano uno de los palillos. En la diaria labor le ayudaba su esposa Dª. Rufina, señora bajita de cierto aire monjil, que nunca pegaba, y también una muchacha blanca, guapa y saludable, llamada Tomasa, y otra, Lucía, alta y delgadita, de muy simpático aspecto, que nos acariciaba con los ojos porque no podía llegar a más.
Tenía D. Eulogio entre sus novedades pedagógicas, un alfabeto mímico con el que nos entendíamos a las mil maravillas sin mover los labios, aunque para nada nos haya servido después. Había compuesto una lección de Geografía local que nos hacía recitar con frecuencia y que decía así:
Niño, serás un bobalicón
Si no tratas con porfía
De aprender esta lección
Sencilla de Geografía.
Al norte está el Berrocal;
Al saliente, San Antón;
La Isla se halla al Mediodía,
Y al poniente la estación
De nuestra próxima vía.
Esto de próxima no sabemos si haría alusión a distancia o a que el ferrocarril estaba ya en vísperas de su inauguración.
También nos enseñaba de viva voz otra lección sobre urbanidad, que muy pudiera titularse “El suplicio de Pepín”, y que era la siguiente:
Lávate muy bien la cara,
Las manos, ojos y oídos:
Guarda los demás sentidos
Si es que están limpios y sanos.
La cabeza peinarás
Que es cosa muy buena y sana,
Y una vez a la semana
Las uñas te cortarás.
Por la escuela de este hombre activo y ejemplar desfilaron durante muchos años párvulos de todas clases sociales de la población, y su labor de derramó a todos por igual, pues a pesar de la enorme asistencia que pesaba sobre el, éramos muchos los niños de clase humilde que al cumplir los seis años salíamos de su Escuela leyendo y escribiendo con regular perfección.
Ya viejo, solo y achacoso, fue jubilado con una asignación irrisoria, por lo que vivía en extrema necesidad. En el barrio que lleva su nombre fue recogido por un discípulo agradecido en cuyo hogar vivió, para después ser trasladado a un asilo de Madrid, donde acabó sus días en total soledad y aislamiento, lejos del lugar donde había dejado diluida su alma.
SEMBRANDO INQUIETUDES. A.C.P. PEDRO DE TREJO.
Sabéis que fue en Plasencia Maestro de varias generaciones de párvulos, habiendo dejado en su labor un surco imborrable. Aunque hombre de rectas costumbres y de buen corazón, fue Maestro de mano dura, en consonancia con la época, pues todavía no se había indultado al niño del delito de nacer, que dijo el clásico, ni se había descubierto que siendo la Escuela una continuación del hogar, que es amor, el amor debe ser el eje de la enseñanza. Eran los tiempos en que se sostenía la teses brutal de que “la letra con sangre entra”, y en que los padres, mal orientados en el asunto, cuando presentaban un hijo al Maestro le decían sentenciosamente, como si entregaran una res al matadero: -Con las orejas me responde usted.
Y para obedecer cumplidamente tan cariñosas indicaciones, en las cuales no sabemos que parte tendría el corazón, D. Eulogio tenía, aparte de su correspondiente cuarto de los ratones, un punterito se encina terminado en punta, de un negro charolado, que al rebotar sobre las uñas de los pobres infantes les hacía retorcerse en horribles convulsiones y enroscarse al brazo severo, trastornados por el dolor, y cerrados sus ojitos anegados en llanto. Y cuando el puntero era sustituido por las manos, sacudía con tal fuerza en las tiernas posaderas, (era hombre de complexión robusta) que en no pocos casos se hacía necesaria la presencia de la criada y el estropajo.
Muy duro, ¿verdad? En honor de la misma, hay que confesarlo. Pero volvemos a decir que el hombre es hijo de su época. Un monarca justiciero que lega a su sucesor prole bastarda y nobleza insumisa, puede muy bien hacerle desembocar en cruel.
Primero estuvo la Escuela en el lugar que hoy es plaza de mercado, aneja a la entonces Audiencia. Había para el recreo una ancha explanada, entre paseo y jardín, donde los niños jugábamos al toro utilizando como cuernos las retorcidas hojas de unos eucaliptos que allí crecían, mientras que D. Eulogio, sentado junto a un pozo con bomba, tomaba el sol y su tabaco en polvo, pues vivíamos en las postrimerías del rape, la canoa y el polisón. Al acordarse la construcción de la plaza de abastos, la Escuela fue trasladada a la calle Pedro Isidro, y últimamente, a la Plazuela de Leal.
Don Eulogio vestía de negro, y durante las clases se cubría la cabeza con un birrete del mismo color; y para dar compás a nuestras marchas escolares, tocaba un tambor que oprimía habilidosamente sobre el dorso de una mano con los dedos anular y meñique no obstante manejar con los pulgar e índice de la misma mano uno de los palillos. En la diaria labor le ayudaba su esposa Dª. Rufina, señora bajita de cierto aire monjil, que nunca pegaba, y también una muchacha blanca, guapa y saludable, llamada Tomasa, y otra, Lucía, alta y delgadita, de muy simpático aspecto, que nos acariciaba con los ojos porque no podía llegar a más.
Tenía D. Eulogio entre sus novedades pedagógicas, un alfabeto mímico con el que nos entendíamos a las mil maravillas sin mover los labios, aunque para nada nos haya servido después. Había compuesto una lección de Geografía local que nos hacía recitar con frecuencia y que decía así:
Niño, serás un bobalicón
Si no tratas con porfía
De aprender esta lección
Sencilla de Geografía.
Al norte está el Berrocal;
Al saliente, San Antón;
La Isla se halla al Mediodía,
Y al poniente la estación
De nuestra próxima vía.
Esto de próxima no sabemos si haría alusión a distancia o a que el ferrocarril estaba ya en vísperas de su inauguración.
También nos enseñaba de viva voz otra lección sobre urbanidad, que muy pudiera titularse “El suplicio de Pepín”, y que era la siguiente:
Lávate muy bien la cara,
Las manos, ojos y oídos:
Guarda los demás sentidos
Si es que están limpios y sanos.
La cabeza peinarás
Que es cosa muy buena y sana,
Y una vez a la semana
Las uñas te cortarás.
Por la escuela de este hombre activo y ejemplar desfilaron durante muchos años párvulos de todas clases sociales de la población, y su labor de derramó a todos por igual, pues a pesar de la enorme asistencia que pesaba sobre el, éramos muchos los niños de clase humilde que al cumplir los seis años salíamos de su Escuela leyendo y escribiendo con regular perfección.
Ya viejo, solo y achacoso, fue jubilado con una asignación irrisoria, por lo que vivía en extrema necesidad. En el barrio que lleva su nombre fue recogido por un discípulo agradecido en cuyo hogar vivió, para después ser trasladado a un asilo de Madrid, donde acabó sus días en total soledad y aislamiento, lejos del lugar donde había dejado diluida su alma.
SEMBRANDO INQUIETUDES. A.C.P. PEDRO DE TREJO.
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